martes, 27 de mayo de 2008

PLACERES ESENCIALES


Placeres esenciales


Hace poco terminé de leer la archiconocida novela Cien años de soledad, de García Márquez. Menudo novelón. Cuando acabé la última página sentí una satisfacción inmensa, proporcionada con mimo por la cuidada prosa del Nobel. Satisfacción unida a un desasosiego por saber que entre mis manos había pulverizado un libro de los que marcan, dejan huella y quedan para siempre en el recuerdo. Para mí, leer es como jugar al escondite. Por mis jóvenes retinas han pasado ya bastantes libros, de toda índole, de los que me compré, de los que me dejaron, de los que encontré en un rincón... y siempre voy buscando. Normalmente lo que leo suele ser entretenido, o adoctrinador, o simplemente me ayuda a pasar el rato, pero a veces me topo por casualidad con un libro de los que llamo esenciales. Mi colección de esenciales apenas supera los veinte ejemplares. Los llamo así, porque mientras los estoy devorando pasan a formar parte, irremediable y arrebatadoramente, de mi esencia, de mi yo más íntimo. Cuando, jugando a buscar esenciales, encuentro uno, me entrego y me emociono, porque he ganado. Disfruto mi lectura como un sibarita degusta un manjar, voy con tiento, saboreando cada párrafo, cada línea. Es una sensación maravillosa, casi indescriptible, hecha para vivirla y no para contarla.
Era sólo una niña, pero mi madre, todas las noches se sentaba en un butacón verde oscuro, al lado izquierdo de mi cama. Y era yo la que le leía el cuento a ella. Durante ese momento se establecía un vínculo impenetrable entre ella, el libro y yo. Nadie y nada más cabía en mi pequeña habitación rosa e infantil. Creo adivinar que fueron aquellas agradables lecturas las simientes que me convirtieron en ávida lectora. En ese sentido, mi madre fue mi principal benefactora, me enseñó a gozar, a abandonarme ante una buena novela o un libro de poemas. Me presentó a Borges, a Neruda, a Orwell, a Hesse... a casi todos. Criticó y critica, más mordazmente que nadie, mis ensayos, cuentos o poemas. Sus duras y constructivas observaciones me han producido una nerviosa inquietud para trabajar laboriosamente mis textos. Y así, escuchar de su boca aquello de: “Me gusta.” Difícil tarea.
Fue en la biblioteca hogareña, y no en la escuela, donde aprendí a leer y a escribir. El colegio, organizaba todas las Navidades un concurso literario. Había dos modalidades: poesía y narrativa. Si ganabas, te regalaban un libro y te otorgaban el correspondiente diploma. El concurso navideño, catalogado de voluntario, no contaba con la participación del alumnado. Éramos cuatro gatos los que nos presentábamos, bichos raros, que se llevaban su diploma a casa, contentos y ufanos. Poco ahínco ví poner a los profesores en instarnos a escribir. Como afirma Monzó, en el colegio “no los enseñan a escribir, ni falta que hace, porque la mayoría de padres no encontrarían bien que lo hiciesen”. Hoy creo que el voluntario concurso era, simplemente, un salvoconducto para camuflar la escasa voluntad del profesorado, una burda paradoja, teniendo en cuenta que las lecturas escolares siempre fueron obligatorias.
Me cabrea, pero sobre todo me entristece, la actitud de indiferencia de padres, profesores e instituciones. Porque la indiferencia genera indiferencia. Personas indiferentes a la sensación maravillosa, al juego de buscar esenciales, a viajar sin moverse, a soñar, a la emoción de desnudarse ante una página en blanco. Indiferentes a descubrir que, definitivamente, hay libros que no se acaban cuando los cierras. Una pena.


Mar Lázaro Borrell.

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