martes, 29 de abril de 2008

Paul Klee



Catarsis

A veces, las personas experimentan una catarsis. En lo más hondo de su ser, el individuo se transforma y se libera, y deja de ser él, para ser otro. Las catarsis suelen llegar de improvisto, sin avisar, sin cita previa, como un terremoto que asola nuestra existencia en ese instante. Luego, dejamos de recordar ese momento y nos olvidamos de que ya no somos los mismos, de que algo nos cambió para siempre, y seguimos con nuestra vida, como si nada hubiese ocurrido. Una noche, casualmente encontré los restos de una catarsis. Me disponía a vaciar un viejo armario y de repente estaba allí, almacenada junto a otros trastos, enseres y recuerdos. Era una lámina de un cuadro de Paul Klee. Ni siquiera recuerdo su título.

Fui a Berna hace dos años. Es una ciudad limpia y ordenada, de las que no me gustan, pero con cosas por las que merece la pena visitarla. El Museo Paul Klee, construido por el arquitecto italiano Renzo Piano, se encuentra a pocos kilómetros de la capital suiza, y hay un autobús, puntual e impoluto, que te lleva allí. Se trata de un edificio envolvente, que parece surgir de la tierra, formando unas ondas que dejan pasar la luz hacia los cuadros. El museo está rodeado por unos inmensos jardines, demasiado verdes, plagados de sinuosas esculturas. Muy cerca está la tumba del pintor, llena de flores, y junto a ella un cementerio de niños, triste y sobrecogedor. Está repleto de juguetes, de color, de molinillos de viento, de las dedicatorias más duras y más bellas. Impresiona y desgarra.

Compré esa lámina en la tienda del museo. Cuando ahora la miro, no me dice nada. Evoco a Walter Benjamin: “en la época de la reproducción técnica de la obra de arte, lo que se atrofia es el aura de ésta”. Evoco también el instante en el que decidí comprar esa lámina. Ni siquiera recuerdo su título, pero ese cuadro me importó. Paul Klee, hijo de músicos alemanes, siempre inspiró sus dibujos en la poesía, los sueños o la música. Fue un artista precoz y distinto. Yo paseaba por aquellas salas de paredes naranjas, muy cálidas, que invitaban al abandono y a la vez al recogimiento, con sus obras expuestas de manera perfecta, estudiada, muy suiza. Y allí estaba él. Es un cuadro bastante grande, contundente y arrebatador. Predomina un color ocre, cetrino, que contrasta con pinceladas de colores alegres, primaverales. Es una pintura abstracta, que no entiendo, pero la miro y me gusta. Un cuadro alegre que pintó cuando estaba muriendo. Y allí estaba yo, mirando ininterrumpidamente ese óleo, muy atenta, como si me estuviese hablando.

Fue en 1914, en su viaje a Túnez, cuando Paul Klee experimentó su catarsis: “el
color me posee, no tengo necesidad de perseguirlo, sé que me posee para siempre... el color y yo somos una sola cosa. Soy pintor.” A veces, las personas experimentan una catarsis. En lo más hondo de su ser, el individuo se transforma y se libera, y deja de ser él, para ser otro. Ahora miro la lámina: ni siquiera me dice nada, ni siquiera recuerdo su título.


MAR LÁZARO