Mostrando entradas con la etiqueta Opinión. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Opinión. Mostrar todas las entradas

sábado, 31 de mayo de 2008

DÍA MUNDIAL SIN TABACO. A lo Sara Montiel y con un par

Hoy es el día mundial sin tabaco. Aprovecho entonces para darle un toque de atención a la única escritora del blog que FUMA. Ya la hemos regañado todos alguna que otra vez. O bien hemos soplado el humo de su cigarrillo o hemos movido espasmódicamente la mano para que no nos llegue a la cara. Algunos se indignan, otros callan y tragan. Pero los efectos de ser fumador pasivo no son lo único. Además, tenemos que ir a un bar donde hay oscilación de precios diaria, malas caras y sermones por sentarnos mal: el Gascó.

Yo sé que para el fumador, un cafetito sin su dosis de nicotina no es lo mismo. Pero es que allí los únicos extractores malos de humos son una cara de acelga permanente y las puertas y ventanas abiertas de par en par. Por no hablar de lo que vale una bolsita de té. Ya hace tiempo que los no fumadores dejamos de preocuparnos por ahorrar unos eurillos en las cafeterías de las facultades, que son más baratas. Y aquí podríamos hablar de que NO tenemos facultad, y de que el aulario en el que estudiamos NO tiene cafetería. Pero este no es el objeto de este artículo. Des de, lo que quiero es animar a nuestra compañera a que intente mantenerse alejada de la cajetilla y abandone este hábito tan perjudicial. No sólo para ella. Sino también para los que le rodean, para el feto, para su semen... En el tiempo que la conocemos nunca la hemos visto con intención de dejarlo. Para ella, como para Sara Montiel, “fumar es un placer, genial, sensuaaal”.


Pero yo insisto. En un día como hoy, no quiero amargarle el fin de semana, sólo quiero que recapacite. Gastarme 10 céntimos menos en el café me da igual, -aunque 50 menos en el sandwich no- , lo importante es que recuerde que lo que tiene es un vicio. Y que parece mentira que haya estudiado medicina.

Tus compañeros te lo piden encarecidamente (unos mejor que otros), pero los que te lo piden con más ahínco son esos dos, tus pulmones. Pero claro, hay otros dos que de momento pueden más. Tus coj...


LAURA RIBES

martes, 27 de mayo de 2008

PLACERES ESENCIALES


Placeres esenciales


Hace poco terminé de leer la archiconocida novela Cien años de soledad, de García Márquez. Menudo novelón. Cuando acabé la última página sentí una satisfacción inmensa, proporcionada con mimo por la cuidada prosa del Nobel. Satisfacción unida a un desasosiego por saber que entre mis manos había pulverizado un libro de los que marcan, dejan huella y quedan para siempre en el recuerdo. Para mí, leer es como jugar al escondite. Por mis jóvenes retinas han pasado ya bastantes libros, de toda índole, de los que me compré, de los que me dejaron, de los que encontré en un rincón... y siempre voy buscando. Normalmente lo que leo suele ser entretenido, o adoctrinador, o simplemente me ayuda a pasar el rato, pero a veces me topo por casualidad con un libro de los que llamo esenciales. Mi colección de esenciales apenas supera los veinte ejemplares. Los llamo así, porque mientras los estoy devorando pasan a formar parte, irremediable y arrebatadoramente, de mi esencia, de mi yo más íntimo. Cuando, jugando a buscar esenciales, encuentro uno, me entrego y me emociono, porque he ganado. Disfruto mi lectura como un sibarita degusta un manjar, voy con tiento, saboreando cada párrafo, cada línea. Es una sensación maravillosa, casi indescriptible, hecha para vivirla y no para contarla.
Era sólo una niña, pero mi madre, todas las noches se sentaba en un butacón verde oscuro, al lado izquierdo de mi cama. Y era yo la que le leía el cuento a ella. Durante ese momento se establecía un vínculo impenetrable entre ella, el libro y yo. Nadie y nada más cabía en mi pequeña habitación rosa e infantil. Creo adivinar que fueron aquellas agradables lecturas las simientes que me convirtieron en ávida lectora. En ese sentido, mi madre fue mi principal benefactora, me enseñó a gozar, a abandonarme ante una buena novela o un libro de poemas. Me presentó a Borges, a Neruda, a Orwell, a Hesse... a casi todos. Criticó y critica, más mordazmente que nadie, mis ensayos, cuentos o poemas. Sus duras y constructivas observaciones me han producido una nerviosa inquietud para trabajar laboriosamente mis textos. Y así, escuchar de su boca aquello de: “Me gusta.” Difícil tarea.
Fue en la biblioteca hogareña, y no en la escuela, donde aprendí a leer y a escribir. El colegio, organizaba todas las Navidades un concurso literario. Había dos modalidades: poesía y narrativa. Si ganabas, te regalaban un libro y te otorgaban el correspondiente diploma. El concurso navideño, catalogado de voluntario, no contaba con la participación del alumnado. Éramos cuatro gatos los que nos presentábamos, bichos raros, que se llevaban su diploma a casa, contentos y ufanos. Poco ahínco ví poner a los profesores en instarnos a escribir. Como afirma Monzó, en el colegio “no los enseñan a escribir, ni falta que hace, porque la mayoría de padres no encontrarían bien que lo hiciesen”. Hoy creo que el voluntario concurso era, simplemente, un salvoconducto para camuflar la escasa voluntad del profesorado, una burda paradoja, teniendo en cuenta que las lecturas escolares siempre fueron obligatorias.
Me cabrea, pero sobre todo me entristece, la actitud de indiferencia de padres, profesores e instituciones. Porque la indiferencia genera indiferencia. Personas indiferentes a la sensación maravillosa, al juego de buscar esenciales, a viajar sin moverse, a soñar, a la emoción de desnudarse ante una página en blanco. Indiferentes a descubrir que, definitivamente, hay libros que no se acaban cuando los cierras. Una pena.


Mar Lázaro Borrell.

sábado, 17 de mayo de 2008

La casa del Tío Carmelo


Traca, aplausos y voces alegres. Mi madre iba a visitar a mi tía Rosa, y aunque era mayo y las fallas quedaban lejos, el estruendo y el aroma de la pólvora no le resultaron extraños. “Alguna novia”, pensó. Enseguida se dio cuenta de que realmente era un novio. Iba de beige, “guapísimo”. Y aplaudiéndole, estaban los asistentes de la boda: los niños, los abuelos, la madrina… la mayoría convenientemente disfrazados, enfundados en unos trajes imposibles y atusados con peinados repeinados. Algunos se salvaban. Pero en general, mucha pompa: formaban la estampa habitual de un bodorrio que se precie. Sin embargo, había algo que se salía de lo normal esa mañana. La comitiva se dirigía hacia las afueras del pueblo. “¿Dónde van?”, se preguntó mi madre. En esa dirección no se encuentran ninguna de las iglesias de Aldaia. Tampoco el Ayuntamiento, ni el Juzgado de Paz. Desconcertada por el rumbo que tomaba la boda, lo único que se le ocurrió pensar es que, aunque no se suela hacer, irían a recoger a la novia. “Todo puede ser”

Sobre la misma hora, mi padre, como de costumbre, salió a andar. Tiene que hacerlo todos los días. Y por el barrio de su hermana, se cruzó también con el séquito de una boda. Era un grupo de celebrantes muy numeroso. Le pareció extraño que fueran tantos. “¿No esperan casi todos en la iglesia, o donde sea? Bueno, todo puede ser.”

Al llegar a casa, mi madre comentó lo que había visto. Mi padre le dijo que se había encontrado con el mismo cortejo. No obstante, cada uno había visto la marcha nupcial salir de casas diferentes. Y empezó la discusión. “Paco, tú tienes que haber visto a la novia. Te habrás confundido”. Mi madre quería saber algo acerca del traje de la chica, sobre su familia. Pero mi padre, además de no tener ningún interés por esos detalles, ponía la mano en el fuego asegurando haber visto al novio y además, ¡con traje negro! Ahora todo no podía ser. O uno de los dos se equivocaba o se celebraban dos bodas distintas en el mismo barrio.

Aún seguían hablando del tema cuando mi hermano entró en casa y oyó el final de la conversación. “¡Ah! Esa es la boda de mi amigo Javi. Se casaba con su novio de toda la vida, en la Casa del Tio Carmelo”. Claro. Todo puede ser, y además de verdad. Mis padres, se percataron de lo cortos de miras que habían sido y se echaron a reír. ¿Cómo no lo habían pensado antes? Su hijo es gay y el mundo LGTB (lésbico-gay-transexual y bisexual) es un tema como cualquier otro en nuestras sobremesas. La realidad de las parejas homosexuales y la de las familias que forman es una realidad creciente. Hace poco, en España hemos tenido la suerte de que una ley las reconozca y ampare. Ahora es el tiempo de la visibilidad y de la habituación. Aunque a algunos les pese. Y aunque a otros, por muy asumida que tengamos esa realidad, a veces se nos olvide.

Ejercitaremos la memoria recordando que la Casa del Tío Carmelo, además del mini-botánico del pueblo, es ahora también un marco incomparable para celebrar uniones matrimoniales de la identidad que sea. Que vivan los novios. Y las novias.

LAURA RIBES LEAL

jueves, 15 de mayo de 2008

Diplomático patio de luces


Mi vecina del quinto, puerta par, ostenta desde hace un par de años el honorable (por no decir engorroso y poco agradecido) cargo de Presidenta de nuestra pequeña y, no por ello menos conflictiva, comunidad. Les ubico. 8 pisos, 16 puertas y diez familias que guiar hacia el consenso, con talante y sin crispación. En realidad son nueve, pero digo ocho porque son los oficiales, los de hogares burguesitos con 130 m2, los de gente bien. El noveno era hace años la casa del portero, entrañable hombre que repartía collejones a personitas que no llegábamos al metro de altura cada vez que nos veía poniendo unos rechonchitos dedos en el espejo del ascensor, que con tanto esmero apañaba cada mañana, cada tarde, ¿cada cuarto de hora? . Pepe, el portero, cancerbero de nuestras moradas, abrillantador de nuestro mármol, de nuestros cristales, y sobretodo, de nuestro estatus en el ensanche valenciano, allí donde hay que pulir cada mañana, cada tarde… cada cuarto de hora, la hipócrita fachada. Pese a todo, parece ser que el responsable de marketing de esta nuestra comunidad no era gente bien, y es por eso que se vieron en la obligación de remarcarlo estética y funcionalmente: hasta el octavo hay escalera de mármol y ascensor, pasada esta línea llegamos a un habitáculo de unos 60 m2 con suelo de granito y sin ascensor. Para más inri se goza de una música chill-out, al compás de las poleas de dicha maquina elevadora.
Pepe se jubiló hace unos 15 años, y una servidora hace actualmente uso del anexo del noveno, que ya no es un habitáculo de portero sino un ático en el centro con terraza, un loft, un estudio, una buhardilla bohemia, un picadero, en definitiva, mola. Ahora bien, que tenga cédula de habitabilidad o no es una variable que la burbuja inmobiliaria ha decidido elidir a la hora de fagocitar “el pisito” y hacerlo parte de ese Monopily que lejos de entretener, nos da ganas de llorar a fin de mes, y eso ya no mola tanto.

Bueno, regresando de Úbeda, aterrizmos en esa puerta 10 una apacible tarde. La presi, como todo español que se precie, participa de ese patrimonio de la humanidad que es la siesta, y cabecea en su butaca. Un chorro de agua por el deslunao la sobresalta. Al asomarse, comprueba con estupor que el del sexto, esta cerrando el ventanal y recolocando las cortinas. Confirmado el sospechoso, falta conocer el menester. Fácil ecuación: cae chorro al deslunao, aterriza en la terraza del mismo, y para nuestra desgracia, ahí se queda. Es pis. El olor a amoniaco del cuarto trastero que tuerce el gesto incluso a Ronald McDonald y donde convecinos como yo guardamos la bici, no es, cómo pensabamos, culpa de las tuberías, sino más bien de la tubería fisiológica de uno de los vecinos. Sí, en esa finca de gente bien, hay gente que orina por el ventanal.

La presidenta, a la que para ser honestos le endosamos el cargo cuando llegó nueva, me narra el problemilla. No me extraño, pues el presunto orinador sufrió un accidente hace años, y desde entonces prescinde del aseo personal. Los vecinos lo sabemos, lo asumimos, y con una diplomática sonrisita ponemos cualquier excusa para no coincidir en el ascensor con él, dada la elevada probabilidad de nauseas y asfixia. Nos evitamos así un incomodo “Podría usted lavarse ¿no?”. El problema es que la “lluvia” no puede sobrellevarse con una escampada por la escalera, por tanto, no resbala a la pregunta
“¿Podría usted no hacer sus necesidades por el ventanal del deslunao?” Soy mala, pero en el fondo me hace gracia. Aunque no se qué me hace más gracia: la diplomática exposición del problema de la presi con cara de póquer, o la cara de la nueva vecina inglesa, repipiosa, escrupulosa, estirada y muy cool, al saberse receptora directa del flujo. En fin, si estuviéramos en EE.UU, donde puedes denunciar hasta a Dios por los males del mundo, estarían el vecino y la orina en los tribunales, si me apuras, también el WC reclamando una indemnización por sentirse ninguneado en esa casa. Pero como estamos aquí, y Pepe hizo muy bien su trabajo, la cosa queda en casa, o en el deslunao, y seguimos siendo gente bien.

Lucia Pinar García

lunes, 12 de mayo de 2008

Del derecho a la no lectura, el horóscopo y los buenos amigos

¿Y qué haces estudiando periodismo? Es la respuesta –o más bien pregunta- unánime que encuentra mi amigo Álvaro en cualquier ser vivo, ya sea animal, vegetal o humano, al que le comenta que no le gusta mucho eso de leer. Y no es porque no lo haya visto en casa, como reza el último eslogan de la campaña del ministerio de educación, ni porque no le hayamos repetido hasta la saciedad que es muy bueno, que así se culturiza uno mucho, ni porque... Pero lo siento, no puede. Es coger un libro y venírsele el mundo encima. Las piernas le tiemblan, el estómago se le encoge y hasta se le desliza por la frente alguna gota de sudor frío. Y es que como mi amigo, hay muchísimos jóvenes que están mucho más pendientes de cuantas hojas les quedan para terminar el capítulo y con él su tarea diaria, que de divertirse, aprender, disuadirse, o cualesquiera que sea el objeto del libro que tienen entre manos.

La verdad es que esta deshonrosa afición por la no lectura, es una parte que no encaja con el resto de mi vida –ay, perdonen, de la de mi amigo quería decir. Siempre ha sido el mejor de la clase, sobre él ha recaído siempre el apodo universalizado de “empollón” –aunque le gustara el deporte, no llevara gafas ni aparato (eso ha venido después)- y hasta se ha hartado de ganar premios en concursos literarios. Pero que se le va a hacer, leer no le va.

Sé que sus gustos no son muy populares en el ámbito académico, ya no sólo entre el profesorado, sino también entre la mayoría de sus compañeros de clase. A lo largo de los dos primeros cursos de periodismo han intentado que comprendamos que leer es uno de los mejores modos de no dejarse alienar. Que la cultura audiovisual imperante en este nuevo siglo ha sido creada con el objeto de narcotizar a las masas y manejarlas a su antojo. Y puede que en cierta medida esto sea cierto. Aunque Álvaro cree que no leer no significa necesariamente ser un ser tonto y manejable. El escritor y profesor de periodismo, Enric Sòria, después de asegurar en su artículo Un món que s’abandona (El País 17/10/05) que sus estudiantes “no es que no lean libros, es que no leen”, habla de ellos del siguiente modo: “Miro a mis alumnos. Me gustan. A menudo aprendo de ellos, de sus puntos de vista, de sus aspiraciones. Son jóvenes, tienen gracia y energía. Son espabilados”.

La salida más fácil para este artículo hubiese sido obviar la opinión de mi amigo, ponerme correcto y defender la postura más protocolaria, la que se supone que debe adoptar, si no tanto un estudiante en general, sí alguien cuya futura profesión es la comunicación. Pero si desde que va al instituto, Álvaro solo se ha leído un libro por placer –Misteri al parc d’atraccions se llamaba, gran libro me comenta- no puede ser tan hipócrita de defender a ultranza la lectura. Puede y debe estar de acuerdo en lo enriquecedor y beneficioso de ella, pero no en la imposición a la fuerza o en una alarma generalizada por la falta de interés que despierta entre los estudiantes.

Tal vez escribo esto –recuerden, siempre en nombre de mi amigo- porque ya ha sido contagiado con el virus de la narcotización promulgado por una cultura audiovisual basada en la desinformación –según algunos estudiosos en su opinión algo amargados de tanto leer. Pero bueno, no hay que ser alarmistas, tampoco mi colega es tan radical. Todos los días se compra el Superdeporte, ojea el Marca en Internet y se pasea por algunos foros deportivos. Y ya para rematar la faena, si además cae entre sus manos algún periódico gratuito, el horóscopo lo lee seguro.

Andreu Moreno

martes, 29 de abril de 2008

Paul Klee



Catarsis

A veces, las personas experimentan una catarsis. En lo más hondo de su ser, el individuo se transforma y se libera, y deja de ser él, para ser otro. Las catarsis suelen llegar de improvisto, sin avisar, sin cita previa, como un terremoto que asola nuestra existencia en ese instante. Luego, dejamos de recordar ese momento y nos olvidamos de que ya no somos los mismos, de que algo nos cambió para siempre, y seguimos con nuestra vida, como si nada hubiese ocurrido. Una noche, casualmente encontré los restos de una catarsis. Me disponía a vaciar un viejo armario y de repente estaba allí, almacenada junto a otros trastos, enseres y recuerdos. Era una lámina de un cuadro de Paul Klee. Ni siquiera recuerdo su título.

Fui a Berna hace dos años. Es una ciudad limpia y ordenada, de las que no me gustan, pero con cosas por las que merece la pena visitarla. El Museo Paul Klee, construido por el arquitecto italiano Renzo Piano, se encuentra a pocos kilómetros de la capital suiza, y hay un autobús, puntual e impoluto, que te lleva allí. Se trata de un edificio envolvente, que parece surgir de la tierra, formando unas ondas que dejan pasar la luz hacia los cuadros. El museo está rodeado por unos inmensos jardines, demasiado verdes, plagados de sinuosas esculturas. Muy cerca está la tumba del pintor, llena de flores, y junto a ella un cementerio de niños, triste y sobrecogedor. Está repleto de juguetes, de color, de molinillos de viento, de las dedicatorias más duras y más bellas. Impresiona y desgarra.

Compré esa lámina en la tienda del museo. Cuando ahora la miro, no me dice nada. Evoco a Walter Benjamin: “en la época de la reproducción técnica de la obra de arte, lo que se atrofia es el aura de ésta”. Evoco también el instante en el que decidí comprar esa lámina. Ni siquiera recuerdo su título, pero ese cuadro me importó. Paul Klee, hijo de músicos alemanes, siempre inspiró sus dibujos en la poesía, los sueños o la música. Fue un artista precoz y distinto. Yo paseaba por aquellas salas de paredes naranjas, muy cálidas, que invitaban al abandono y a la vez al recogimiento, con sus obras expuestas de manera perfecta, estudiada, muy suiza. Y allí estaba él. Es un cuadro bastante grande, contundente y arrebatador. Predomina un color ocre, cetrino, que contrasta con pinceladas de colores alegres, primaverales. Es una pintura abstracta, que no entiendo, pero la miro y me gusta. Un cuadro alegre que pintó cuando estaba muriendo. Y allí estaba yo, mirando ininterrumpidamente ese óleo, muy atenta, como si me estuviese hablando.

Fue en 1914, en su viaje a Túnez, cuando Paul Klee experimentó su catarsis: “el
color me posee, no tengo necesidad de perseguirlo, sé que me posee para siempre... el color y yo somos una sola cosa. Soy pintor.” A veces, las personas experimentan una catarsis. En lo más hondo de su ser, el individuo se transforma y se libera, y deja de ser él, para ser otro. Ahora miro la lámina: ni siquiera me dice nada, ni siquiera recuerdo su título.


MAR LÁZARO